La moderación y ‘el renegado Kautsky’

Para Karl Marx no había nada intermedio entre el control estatal y el libre mercado; tampoco para Vladímir Lenin, que calificó cualquier cosa semejante de puro “reformismo burgués”. Lo explica con virulencia en su respuesta al folleto en el que Karl Kautsky –promotor de la socialdemocracia en Alemania y Austria– criticaba la noción marxista de dictadura del proletariado, afirmando que la principal división entre las corrientes menchevique y bolchevique era de método: el democrático y el dictatorial. El mote de renegado le viene a Kautsky de aquella acusación de Lenin. No sin muchas idas y vueltas (y guerras y huelgas), durante el siglo XX los partidos de izquierda de la Europa occidental se inclinaron por los valores y programas de la socialdemocracia. El derrotero latinoamericano fue otro. En la región, el Estado fue visto mucho menos como un árbitro que como un instrumento de las élites económicas y políticas, y en esa clave debe leerse la sucesión de golpes militares y la emergencia de la lucha armada. La restauración de la democracia en los 80 prometía otra cosa. Es evidente que los golpes militares de antaño han desaparecido de escena.

Mucha agua ha corrido bajo el puente, pero algunos aspectos del debate siguen anclados en unas claves limitadas. La mirada sobre la Venezuela de finales del siglo XX lo ejemplifica: acceso al poder por la vía electoral e inmediata puesta en marcha de una agenda de reformas de calado. El mismo día que Hugo Chávez asumió firmó el decreto de convocatoria de la Asamblea Constituyente. Era inconstitucional, no lo negoció con nadie pero, sí, cumplió su promesa electoral (con una participación del 63%, obtuvo el 56% de los votos, casi como Javier Milei en Argentina en 2023). En tres grandes líneas: redefinición del rol del pueblo, puesta en marcha de un ambicioso programa de gasto social y reforma institucional para redefinir la relación entre poderes. Hubo trampa, aquélla a la que ya aludía Kautsky.

La Constitución de 1999 introdujo una serie de mecanismos que aspiraban a complementar la democracia representativa, no a reemplazarla. Es a partir de la radicalización del proyecto en 2006, con su giro hacia el Socialismo del siglo XXI, cuando se pasó a desconcentrar poder en el territorio (reducir las capacidades de los municipios y gobernaciones, apostando por el Poder Comunal) mientras el verdadero poder se fue concentrando cada vez más en la Presidencia. Abundan los ejemplos del poco apego a las decisiones electorales (como el rechazo al referéndum de 2007 y los bloqueos al revocatorio en 2016 y 2022). Pasa que la dirigencia cree ostentar la potestad de definir quién es pueblo y éste se corresponde apenas con aquellos dispuestos a seguir apoyándolos. Claro está que la crisis económica y el deterioro de la institucionalidad hicieron su parte (lo comentamos en un episodio del Podcast de Agenda Pública); pero hay de fondo un problema político, de déficit democrático.

Chile transitó un camino alternativo al observado en Venezuela. Si se toma como disparador del cambio de ciclo las movilizaciones populares en ambos casos (el caracazo en 1989 y el estallido de 2019 en Santiago), se observa una violencia comparable y, en el punto de partida, distancia semejante entre las demandas ciudadanas y las élites políticas. Sin embargo, mientras las élites chilenas (hoy desplazadas del gobierno y con poder mermado en el Congreso) supieron –con todos los peros– leer el contexto y llegar a un acuerdo para la reforma constitucional y, también, quienes protestaban supieron organizarse y lanzar un proyecto político, en Venezuela unos no estuvieron a la altura y los otros quedaron subsumidos o anulados por la emergencia del líder carismático unos años más tarde.

De todos modos, los ciclos económicos parecen tener más explicación sobre las chances de sostenerse en el poder de un Gobierno que variables endógenas al proyecto político (Daniella Campello lo definió como la maldición de la volatilidad). Y encima, el crecimiento económico de un año para otro en América Latina tiene, en general, más que ver con las condiciones externas que con las medidas cortoplacistas del Gobierno de turno (por aquí lo señaló Diego Sánchez-Ancochea). Esto no significa para nada que los cambios políticos sean irrelevantes (no lo son). La concentración de renta y poder contribuye a entender en parte las crisis actuales y derivan, entre otros, del bajo peso de los impuestos directos en la región. El reto es inmenso. ¿Cómo fortalecer la democracia ampliando derechos políticos (para salir de la dinámica clientelar) y mejorando la calidad institucional y las capacidades estatales mientras también se mejora la calidad de vida de las personas? Ni la Venezuela de Chávez ni el Ecuador de Rafael Correa supieron hacerlo. Funcionaron cuando hubo caja, no permitieron la voz autónoma de la ciudadanía (recuérdese el bloqueo al referéndum sobre el Yasuní, a modo de ejemplo) y erosionaron las instituciones de control.

Después de la sucesión de estallidos de 2019, la nueva tendencia la inició Nayib Bukele en El Salvador, al que sigue Javier Milei en Argentina. Si el Estado era visto como un instrumento al servicio de un pequeño grupo de poderosos, la apuesta es por quitarlos de en medio. Cualesquiera sean los objetivos, la tensión más profunda vuelve a ser la que Kautsky les planteaba a los revolucionarios marxistas. El problema sigue siendo la tensión por el método. Lo paradójico es que si la desigualdad política está en la base del actual pobrísimo desempeño de las democracias latinoamericanas, lo que se percibe como solución no hará más que agravar el problema.

Revisado y actualizado de un artículo publicado en Agenda Pública en marzo de 2022. https://agendapublica.es/noticia/17847/moderacion-renegado-kautsky

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