De la Constitución política de un Estado se espera que represente los acuerdos y valores de la comunidad. En cierto sentido, una Constitución encarna unos principios fundacionales. Aunque su valor es simbólico, tiene fundamentalmente un valor práctico al organizar –allí donde rija el Estado de derecho– las relaciones políticas, sociales, culturales y económicas. En la historia reciente de algunos países latinoamericanos (Venezuela en 1999, Ecuador en 2007), la Constitución pasó de ser un asunto de las élites a quedar atravesada por tendencias centrífugas: para quien había accedido al poder político era el territorio a amoldar, para incrementarlo y conservarlo, generando enorme polarización. Sin embargo, para quienes apoyaron esas revoluciones políticas, representaban una oportunidad de ampliación de la democracia entendida como expansión del bienestar colectivo. Ese debate se plantea con tibieza en el Perú gobernando por Pedro Castillo, regido por la Constitución de Fujimori (1993), donde no se dan las condiciones para avanzar en una reforma porque el presidente es débil y su apelación a la Asamblea Constituyente no ha conseguido generarle los apoyos necesarios.
Otro camino había seguido Chile (quedó suspendido por el rechazo a la constitución en referéndum). En un proceso de cambio constitucional, las expectativas de transformación deben ser gestionadas para no incrementar la frustración y/o el enfrentamiento. Esto es algo a lo que se debe prestar especial atención aquí, porque los últimos meses han revelado “una incongruencia entre el impulso de cambio generado por el estallido social, el fuerte desgaste inicial del presidente Boric y el clima de opinión crispado frente a la Convención Constitucional”, al decir de Marcelo Mella. El lunes 4 de julio, el presidente recibió en La Moneda el texto definitivo (un éxito en sí mismo, que se haya completado el proceso en tiempo y forma), que será sometido a referéndum para su ratificación el 4 de septiembre. Mucho se debate si representa un quiebre radical con el pasado y sobre las nuevas reglas de organización territorial, legislativa y de participación, entre otras. Lo cierto es que los diseños institucionales varían y no operan en el vacío. Hay muchos cambios en esta Constitución, sí, pero ninguno de ellos justifica el alarmismo de sus detractores. En un plano más mesurado, la discusión no puede darse en abstracto, y aunque hay elementos para anticipar algunas tendencias, la realidad se hace al andar. Una fuerza destacada en esa construcción política en que los actores de la sociedad civil (ciudadanía, organizaciones sociales, partidos) y los gobiernos van activando procesos corresponde a los tribunales y las cortes constitucionales.
La Justicia tiene poder, pero no genera confianza. De 19 países latinoamericanos representados en la gráfica, en 13 esa confianza está por debajo del 30% y apenas en uno (Uruguay, 58%) supera a la mitad de la población. Y más: comparando entre 2015 y 2020, la tendencia general es a la baja, con las notables excepciones de Brasil y El Salvador, dato frente al que, me permito especular, las variables explicativas son opuestas (muestras de resilencia institucional en el primero y de cooptación en el segundo).

Volvamos a la ‘interpretación auténtica’. La puesta en marcha de una Constitución otorga un gran poder a las cortes constitucionales y, a veces, éstas pueden ir a contracorriente respecto a los valores y expectativas de la mayoría de la ciudadanía. Esto ocurre en Estados Unidos, donde la revocación de la sentencia ‘Roe v. Wade’(1973) ha puesto fin a casi medio siglo en el que el aborto era considerado un derecho constitucional y ha supuesto una tremenda derrota jurídica para los liberales estadounidenses.
La “interpretación auténtica” admite al menos tres versiones: captar el espíritu de quien escribió la norma; la perspectiva constructivista que busca adaptarla a los tiempos, y la instrumental, que busca manipularla en su propio beneficio aprovechando resquicios.
Revisado de la publicación en Agenda Pública 6/07/2022