Las constituciones y la “traducción auténtica”

De la Constitución política de un Estado se espera que represente los acuerdos y valores de la comunidad. En cierto sentido, una Constitución encarna unos principios fundacionales. Aunque su valor es simbólico, tiene fundamentalmente un valor práctico al organizar –allí donde rija el Estado de derecho– las relaciones políticas, sociales, culturales y económicas. En la historia reciente de algunos países latinoamericanos (Venezuela en 1999, Ecuador en 2007), la Constitución pasó de ser un asunto de las élites a quedar atravesada por tendencias centrífugas: para quien había accedido al poder político era el territorio a amoldar, para incrementarlo y conservarlo, generando enorme polarización. Sin embargo, para quienes apoyaron esas revoluciones políticas, representaban una oportunidad de ampliación de la democracia entendida como expansión del bienestar colectivo. Ese debate se plantea con tibieza en el Perú gobernando por Pedro Castillo, regido por la Constitución de Fujimori (1993), donde no se dan las condiciones para avanzar en una reforma porque el presidente es débil y su apelación a la Asamblea Constituyente no ha conseguido generarle los apoyos necesarios

Otro camino había seguido Chile (quedó suspendido por el rechazo a la constitución en referéndum). En un proceso de cambio constitucional, las expectativas de transformación deben ser gestionadas para no incrementar la frustración y/o el enfrentamiento. Esto es algo a lo que se debe prestar especial atención aquí, porque los últimos meses han revelado “una incongruencia entre el impulso de cambio generado por el estallido social, el fuerte desgaste inicial del presidente Boric y el clima de opinión crispado frente a la Convención Constitucional”, al decir de Marcelo Mella. El lunes 4 de julio, el presidente recibió en La Moneda el texto definitivo (un éxito en sí mismo, que se haya completado el proceso en tiempo y forma), que será sometido a referéndum para su ratificación el 4 de septiembre. Mucho se debate si representa un quiebre radical con el pasado y sobre las nuevas reglas de organización territorial, legislativa y de participación, entre otras. Lo cierto es que los diseños institucionales varían y no operan en el vacío. Hay muchos cambios en esta Constitución, sí, pero ninguno de ellos justifica el alarmismo de sus detractores. En un plano más mesurado, la discusión no puede darse en abstracto, y aunque hay elementos para anticipar algunas tendencias, la realidad se hace al andar. Una fuerza destacada en esa construcción política en que los actores de la sociedad civil (ciudadanía, organizaciones sociales, partidos) y los gobiernos van activando procesos corresponde a los tribunales y las cortes constitucionales.

La Justicia tiene poder, pero no genera confianza. De 19 países latinoamericanos representados en la gráfica, en 13 esa confianza está por debajo del 30% y apenas en uno (Uruguay, 58%) supera a la mitad de la población. Y más: comparando entre 2015 y 2020, la tendencia general es a la baja, con las notables excepciones de Brasil y El Salvador, dato frente al que, me permito especular, las variables explicativas son opuestas (muestras de resilencia institucional en el primero y de cooptación en el segundo).

 Volvamos a la ‘interpretación auténtica’. La puesta en marcha de una Constitución otorga un gran poder a las cortes constitucionales y, a veces, éstas pueden ir a contracorriente respecto a los valores y expectativas de la mayoría de la ciudadanía. Esto ocurre en Estados Unidos, donde la revocación de la sentencia ‘Roe v. Wade’(1973) ha puesto fin a casi medio siglo en el que el aborto era considerado un derecho constitucional y ha supuesto una tremenda derrota jurídica para los liberales estadounidenses.

La “interpretación auténtica” admite al menos tres versiones: captar el espíritu de quien escribió la norma; la perspectiva constructivista que busca adaptarla a los tiempos, y la instrumental, que busca manipularla en su propio beneficio aprovechando resquicios.

Revisado de la publicación en Agenda Pública 6/07/2022

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Cambiar las instituciones, adaptar las expectativas

Según el artículo 176 de la Constitución Política de Perú de 1993 (la de Alberto Fujimori, promovida después de su autogolpe), la finalidad del sistema electoral es “asegurar que las votaciones traduzcan la expresión auténtica, libre y espontánea de los ciudadanos; y que los escrutinios sean reflejo exacto y oportuno de la voluntad del elector expresada en las urnas por votación directa”. Este enunciado, que aunque refiere a la normativa electoral peruana registra versiones semejantes en otros lares, deja al menos dos grandes dilemas (a diferencia de un problema, un dilema no tiene solución): la traducción auténtica y el reflejo exacto.

La ‘traducción auténtica’ presupone que hay una voluntad general previa y no sólo hay que revelarla, sino también hacerlo de ‘forma exacta’. Sin embargo, no existe nada como un pueblo ostentador de una voluntad general porque lo que las elecciones registran es una sumatoria de voluntades individuales –por cierto, no inmutables sino procesadas, se supone, de un debate informado. Es más, la forma que adquiera esa sumatoria de voluntades individuales está condicionada, entre otras variables, por las reglas del juego: proyección caleidoscópica más que reflejo exacto. Un ejemplo: si hay segunda vuelta, la votante de un partido pequeño puede decidirse por apoyarlo, mientras si la elección se resuelve por mayoría simple es probable que se decante por el voto útil, que más cabría empezar a enunciar como voto en contra de una alternativa considerada muy mala.

Chile discute en estos días (escrito marzo de 2022) su nueva Constitución. Algunos de los temas clave son los que se refieren a la forma de gobierno: presidencial, semi-presidencial o parlamentaria. Sostuvo Ignacio Arana que lo más probable es que se imponga el presidencialismo atenuado por tres razones; 1) los elevados costes de echar abajo una estructura institucional; 2) la incorporación de las reglas del juego por parte de las élites políticas y económicas, que han amoldado sus preferencias e intereses a este sistema, y 3) la alta valoración de la elección directa por parte de la ciudadanía (no es para nada un asunto menor). Mientras seguimos con atención la evolución del debate constitucional, se puede recordar una máxima que parece una paradoja pero no lo es: las reglas del juego son fundamentales, pero “la sola modificación de reglas y la creación de nuevas instituciones parecen no ser suficientes para alterar la dinámica política” (lo dijo María Eugenia Coutinho por aquí). Los frutos de la reforma constitucional argentina de 1994 (la pactada en Olivos por el presidente Carlos Saúl Menem y el ex presidente Raúl Alfonsín) se ponen en perspectiva en nuestro primer artículo de hoy, con la intención de alimentar el debate chileno y global.

Hemos señalado que no es buena idea recurrir como principio guía de los diseños institucionales al rechazo visceral de lo existente desde la retórica anti-política, como sugiere la adhesión al unicameralismo en Chile, implementado hace años en Perú. Este último país dio una vuelta más de tuerca a esta tendencia al impedir la reelección de los legisladores en el referéndum de 2018. Ahora, la gran crisis que sigue profundizándose en Perú en estos días afronta como reto adicional la resistencia de los legisladores a perder sus puestos si se convocara una eventual nueva elección, sabiendo que no podrán postularse a la reelección. Es evidente que hay algo que va muy mal, pero también es evidente que las soluciones propuestas han profundizado los problemas existentes. No siempre es así (no vamos a caer en la retórica de la intransigencia).

Volvamos a las segundas vueltas. Su objetivo es reforzar la declinante legitimidad de los gobiernos y abrir la competencia. El riesgo, la elevada fragmentación que alimentan. Ejemplos recientes, Costa Rica, en cuya primera vuelta compitieron 25 candidaturas; o Ecuador, donde lo hicieron 16. Nuestro segundo artículo de hoy le da un giro más para defender su potencial democratizador. 

Si ya hablamos de los procedimientos y organización del gobierno, podemos ocuparnos también de cómo y para quién se gobierna. Un ideal, la igualdad y el bienestar. A juzgar por los datos, muy lejos estamos en América Latina, ya que la región encabeza el mundo en desigualdad. 

Según el artículo 13 de la Constitución de Colombia (aprobada en 1991, revolucionaria en su articulado pero no tanto en sus efectos) “todas las personas nacen libres e iguales ante la ley, recibirán la misma protección y trato de las autoridades y gozarán de los mismos derechos, libertades y oportunidades sin ninguna discriminación”. Los datos combinados de democracia liberal (Vdem) y desigualdad (índice de Gini) muestran las varianzas regionales. En Brasil ambos indicadores van mal. En Argentina, la democracia se sostiene pero repuntan las desigualdades. En Colombia también repuntan las segundas. mientras en Chile ésta han tendido a caer en las últimas décadas. Nuestro último artículo de hoy se ocupa del tema en Colombia, con otra máxima: “Basta con revisar la historia para observar que el nivel de desigualdad de un país es una decisión política y que una mayor redistribución no compromete necesariamente su crecimiento económico”.

Publicado en Agenda Pública 2.03.2022

Los bolsonaristas y la “aguja hipodérmica”

Lo ocurrido en Brasil es muy grave. Miles de seguidores de Bolsonaro que rechazan los resultados de las elecciones atacaron las sedes de los tres poderes del estado, el Palacio de Planalto (sede del ejecutivo), el legislativo y la Corte Suprema. Fue un ataque a la democracia cuyas dimensiones aún no están claras. Las imágenes de las cuatro horas y media de caos, hasta que la Polícía Federal tomó control de la situación, generaron sorpresa: ¿fue una revuelta espontánea, impulsada por el odio, o una acción organizada y con un plan de acción bien definido? ¿Es Bolsonaro el instigador por irresponsable o fue un promotor conciente, que esperaba volver al poder en caso de éxito? ¿Con cuántos apoyos institucionales y sociales contaban los manifestantes?

1. Brasilia 8 de enero, fue más que una revuelta pero no fue un golpe. Parece quedar claro que el ataque a los tres poderes tiene un alto nivel de orquestación en la convocatoria y la acción vandálica pero a eso no le seguía un plan organizado de toma del poder.

No fue una revuelta espontánea, se venía larvando desde el anuncio de los resultados electorales el 30 de octubre. No hubo nada oculto en este rechazo que se expresó en protestas y un gran campamento formado hace más de dos meses frente al cuartel general del Ejército para pedir su intervención (quizás lo llamativo es que no se haya hecho nada para prevenirlo). Una vez más las potentes redes virtuales y materiales de la extrema derecha habrían permitido la articulación del odio. La entrada de manifestantes a Brasilia (en buses y otros medios de transporte cuyos costes habrían financiado algunos terratenientes y empresarios) han suscitado críticas y dudas sobre el accionar del gobierno local y la policía. Lo último recuerda el debate generado en Estados Unidos tras el asalto al Capitolio el 6 enero de 2021. Aquello ocurrió el día de la investidura, con todos los legisladores dentro. En Brasil, Lula ya había asumido el mando y durante el fin de semana las instituciones estaban prácticamente vacías. No se entiende o no se sabe todavía por qué ahora, con el presidente ya en funciones mientras el robo de documentos de la Agencia Brasileña de Inteligencia y de armas, municiones y documentos del Gabinete de Seguridad Institucional (GSI) en Planalto sugiere un plan y quizás motivos ocultos.

2. ¿Cuánta responsabilidad tiene Bolsonaro sobre lo ocurrido? El ex presidente no reconoció los resultados electorales. Nada nuevo, porque muchos meses antes de los comicios había puesto en duda el proceso, sin ninguna prueba, sin ningún aval. Optó por irse del país a dos días de la investidura para no participar en el acto institucional y restar legitimidad al proceso. Esta conducta ha alentado a sus seguidores. Desde Orlando, Estados Unidos, vía Twitter, Bolsonaro condenó los hechos y rechazó las críticas de Lula. La información disponible no sugiere que estuviera detrás de un plan para retomar el poder ahora, pero sí queda claro que como Trump en su momento, no respeta ni reconoce a las instituciones. Es un hecho que se ha quedado más sólo, ya que muchos de quienes le secundaron le acusan por su incompetencia y por dejar el país, mientras está siendo investigado por difusión de noticias falsas, milicias digitales, injerencia en la policía federal y filtración de datos. Las ideas de la extrema derecha en cambio lejos están de perder fuelle.

3. ¿Peligro de golpe? Como Castillo en Perú, parece que los manifestantes en Brasil no sondearon sus redes de apoyo antes del asalto. ¿Torpeza de muchos y/o manipulación de otros? ¿Si hay orquestación pero no plan para la toma del poder, qué beneficios trae crear caos? Aunque quedan dudas sobre la simpatía de unos cuantos actores institucionales, nada sugiere que hubiera un plan para derrocar al gobierno el 8 de enero. Los militares, que han tenido una presencia central durante el gobierno de Bolsonaro, no parecen haber hecho ningún movimiento de apoyo formal ese día, aunque muchos han adherido a las protestas por acción u omisión, mostrando también el nivel de deterioro de la institucionalidad. Más información hace falta para conocer la opinión de la población y vislumbrar la dimensión de los retos que enfrenta la democracia en el país.

El presidente Lula ha decretado la intervención de la Capital hasta el 31 de enero de 2023. Hay más de cuatrocientos detenidos. El apoyo internacional al gobierno de Lula y el rechazo a la acción violenta ha sido casi unánime, desde Estados Unidos a China (con alguna excepción en Madrid). El accionar de los manifestantes, que no confían en los medios de comunicación masivos, tienden a adherir a teorías conspirativas que circulan en sus redes de contacto revive la discusión del período de entreguerras en torno a la teoría de la “aguja hipodérmica”, que buscaba comprender los efectos de la propaganda como bombardeo de información dirigida a manipular a la gente. El problema es político, institucional, social y comunicacional. No será fácil.

The Bolsonaristas and the magic bullet theory

What has happened in Brazil was not just a demonstration. Thousands of Bolsonaro supporters who reject the election results attacked the headquarters of the three branches of government, the Planalto Palace (seat of the executive), the legislature and the Supreme Court. It was an attack on democracy whose dimensions are still unclear. The images of the four and a half hours of chaos, until the Federal Police took control of the situation, leave some questions: was it a spontaneous revolt, driven by hatred, or an organised and well-defined action? Was Bolsonaro an irresponsible instigator or was he a conscious promoter, hoping to return to power in case of success? How much institutional and social support did the demonstrators have?

Brasilia 8 January was more than a revolt but was not not a coup d’etat. A coup is defined by three elements: the target is the head of state or government, the perpetrator is another state agent, and the procedure is illegal. The insurrection in Brazil does not seem to be formally conducted by another state agent. Looks clear that the attack on the three powers had a high level of orchestration in the convening and vandalism but not beyond that.

Once again, the powerful virtual networks of the extreme right would have allowed the articulation of hatred. The entry of demonstrators into the city of Brasilia (in buses and other means of transport whose costs were allegedly financed by landowners and businessmen) and into the seat of government have raised criticism and doubts about the actions of the local government and the police. This latest discussion remembers the one generated in the United States after the storming of the Capitol on 6 January 2021. A key difference is that the assault of the Capitol took place on the day of the inauguration, with all legislators inside. It was an attempt of avoiding Biden’s nomination. In Brazil, Lula had already taken office and during the weekend the institutions were practically empty.

The available evidence suggest that it was not a spontaneous revolt; it had been brewing since the announcement of the election results on 30 October. There was nothing hidden in this rejection, which was expressed in protests and a large encampment formed more than two months ago in front of the army headquarters and other barracks to demand the militars intervention. However, it is not understood why now, with the government already in office while the theft of documents from the Brazilian Intelligence Agency and of weapons, ammunition and documents from the Institutional Security Cabinet (GSI) in Planalto suggests knowledge and a prior plan, and perhaps ulterior motives.

How much responsibility does Bolsonaro bear for what happened? The former president did not recognise the election results and chose to leave the country on the day of the inauguration. This behaviour has encouraged his supporters. From Orlando, USA, via Twitter, Bolsonaro condemned the events and rejected Lula’s criticism. Like Trump at the time, he does not respect or recognise the institutions but does not seem that he expected to retake power by a coup.

In the same vain, while doubts remain about the support of some leadres, there is nothing to suggest that there was a plan to overthrow the government. The military, which has been a central presence during Bolsonaro’s government, did not make a movement of support on 8 January, although many have joined the protests by action or omission, also showing the level of deterioration of institutionality. It does not seem that the protesters were coordinated with the militars but just expected them to join. What the majority of the population feels regarding the events is not known yet.

The actions of the protesters, who do not trust the mass media, tend to adhere to conspiracy theories that circulate in their networks, reviving the inter-war discussion of the “hypodermic needle” theory, which sought to understand the effects of propaganda as a bombardment of information aimed at manipulating people. The model was rooted in 1930s behaviourism and largely considered obsolte but bigdata analytics based mass customisation are leading to a revival of these ideas.

President Lula has decreed the intervention of the capital until 31 January 2023 and by the morning of 9 January more than four hundred people had been arrested. International support for Lula’s government and rejection of the violent action has been unanimous, from the United States to China.

¿Un ciclo progresista en América Latina?

La pregunta ha ganado peso debido a los triunfos electorales de Gabriel Boric en Chile, Gustavo Petro en Colombia y Lula Da Silva en Brasil. Si un ciclo refiere a una serie de fenómenos con unas características determinadas que se repiten en un tiempo, hay que definir ese período y sus atributos. Y lo cierto es que identificar un ciclo progresista enfrenta obstáculos serios en ambas dimensiones; sólo podríamos tenerlo si hiciéramos trampa, con un período corto y un poco ciego o demasiado selectivo. Veamos.

El tiempo. Tres países importantes de la región han comenzado o en breve comenzarán (Brasil) a ser gobernados por coaliciones lideradas por partidos ubicados a la izquierda del espectro político, que se sumarían a otros como México y Argentina (hasta hace un suspiro se incluía también a Perú). Sin embargo, ni todas las elecciones recientes han tomado esa deriva (Costa Rica) ni es de prever que las próximas sigan ese patrón. En Latinoamérica, la pauta la da la derrota de los oficialismos. Pasa casi en todas partes, salvo en Venezuela, Cuba y Nicaragua, donde el malabarismo lo tiene que hacer quien quiera ver ahí elecciones, libres, competitivas y justas. En Brasil ganó la derecha en 2018 y en 2022 la izquierda. El mismo patrón – derrota del oficialismo, triunfo de la oposición– se observó en Uruguay, Argentina, Ecuador, Colombia y Chile. Lo que predomina es la alternancia. Gana siempre la oposición, salvo donde el aparato de poder y el partido en el gobierno están “demasiado fusionados” (Nicaragua, Venezuela, en buena medida Paraguay). Los únicos líderes que mantienen su apoyo popular son Nayib Bukele (derecha libertaria) en El Salvador, que forzará (institucionalmente) su reelección y Andrés Manuel López Obrador en México (izquierda), a quien la constitución no le permite volver a postularse y difícilmente pueda cambiarla. Conclusión, avanza el desencanto por un lado y por otro la concentración de poder.

Publicado en Clarin

El campo progresista. Hay cierto acuerdo en definirlo por la combinación de una agenda social con la de ampliación de derechos de mujeres, minorías sexuales, reconocimiento étnico, etc. Esas dos agendas no siempre van juntas o no siempre se combinan de forma armoniosa. Identificados con la izquierda, Rafael Correa en Ecuador, Castillo y López Obrador, tuvieron relaciones conflictivas con el feminismo. Incluso ocurrió en Argentina, donde durante el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner se legalizó el matrimonio igualitario pero no se permitió la discusión sobre la interrupción voluntaria del embarazo, que sí habilitó el gobierno de Mauricio Macri (y se aprobó durante el gobierno actual). No todas las izquierdas son progresistas y, peor todavía, no todos los proyectos que se autodefinen como de izquierdas son leales a la democracia (claro está que sectores de la derecha tradicional y de las nuevas derechas adolecen del mismo déficit).

Puede identificarse, sí, el programa de Boric y el de Petro con el progresismo, pero, para complicar más las cosas, mientras Boric se ha desmarcado de una línea que apostaba por una unidad de las izquierdas regionales condenando la falta de libertades en Cuba y Nicaragua, Petro ha sido más tibio y en estos días está encabezando la defensa de Castillo, encarcelado tras su autogolpe. Por eso, en clave latinoamericana, el gran reto está en la adhesión a las reglas del juego democrático más que en los giros ideológicos. Y de yapa, los movimientos de ambos mandatarios abren una nueva fuente de conflicto al interior de las izquierdas.

En el plano doméstico, el gran desafío proviene de la capacidad que puedan tener los nuevos gobiernos progresistas de gobernar en escenarios de elevada fragmentación y polarización, porque las elecciones se resuelven con márgenes cada vez más estrechos. Triunfos ajustados con visceral rechazo al adversario anuncian dificultades. 50,9% de los votos para Lula y 49,1% de Bolsonaro y un Congreso con representantes de una veintena de partidos, el mayor de los cuales no alcanzará los 90 diputados (513, 17,5 % del total). Tres puntos separaron a Gustavo Petro (50,4) de Adolfo Fernández (47,3). Un margen un poco mayor tuvo Boric en la segunda vuelta, porque en Chile hubo un efecto aglutinador del rechazo a la extrema derecha, pero también ahí el congreso está muy fragmentado y su popularidad ha caído mucho, por no hablar en el rechazo a la propuesta constitucional relanzada en estos días con un nuevo acuerdo.

El horizonte no invita al optimismo: en un contexto de guerra en el plano internacional, los países de América Latina están endeudados y tienen dificultades para acceder a créditos mientras se multiplican las demandas de una ciudadanía insatisfecha, empobrecida e impaciente. Partidos políticos enraizados en la sociedad y en vinculación con movimientos y organizaciones sociales podrían contribuir a amortiguar la ansiedad de ver cambios amoldados a cada demanda sectorial. Es otro talón de Aquiles. Tanto Brasil como Chile y Colombia tendrán gobiernos de grandes coaliciones donde cada grupo defiende “su territorio” en entornos volátiles. Esa es la cuestión, cómo gestionar enormes expectativas con recursos escasos, mientras avanzan los proyectos autoritarios.

From utopia to dystopia: the return of the experts

There are two prevalent explanations for the overwhelming rejection in the plebiscite on September 4 in Chile. One maintains that the constitutional proposal was defeated because it was bad, i.e., a long and disjointed list of good wishes, too ambitious, incoherent; in short, unfeasible. The other explanation affirms that the Convention lacked legitimacy, primarily because the vote as a method of selection inhibits ordinary citizens and catapults partisan actors and the most radical. Further, there was low participation: it would not be really representative. These ideas come from almost opposite backgrounds – one more attached to the status quo, the other characterized by expectations of radical transformation of democracy. Curiously, they converge (also with right win party Renovación Nacional in Chile) in pursuing to displace the models of direct citizen authorization by supposedly neutral procedures, one claims to be technical, the other epistemically superior. Both start from false assumptions.

For those for whom the constitution itself was bad, the solution is for the experts to take the reins with an elected assembly that would accept their guidance. However, any institutional decision has pros and cons. A majoritarian electoral system values governability. A proportional model values representativeness. Over-representing the vote in rural areas can be seen as something unfair from the center but, from the peripheries, it is a way of not being ignored given its irrelevant electoral weight. There are no technical solutions but good (not perfect) institutional designs that must be endorsed by the majority. The black hole of the proposal is: who decides which experts sit at the table? Keep in mind that there are experts for all tastes.

Those who allege that the Convention lacked legitimacy suggest an assembly made up of people selected by lottery following sociodemographic criteria (age, gender, educational levels, territorial, etc.) This would achieve descriptive representation in that it would be a mirror of society. These people would draft the constitution without interference from political-partisan interests, in ideal conditions for informed debate, with time and access to fundamental information provided by the experts coordinated by a moderator. However, this proposal is based on a mistake. That an assembly is descriptively representative does not make it legitimate in the eyes of the citizenry. The Convention was legal and legitimate, but it did not manage to maintain its legitimacy. Nothing can guarantee that a sorted assembly will have legitimacy for the sole fact of being descriptively representative. It might work, or it might not. On the other hand, organizing a participatory process from a laboratory would be undemocratic if there is no citizen demand or authorization to do so.

The constitutional proposal was rejected due to a multiplicity of factors that will continue to be analysed, but we already know that there are not 17 million constitutionalists in Chile, nor are there in the history of the formation of public opinion wills that emerged in abstract, from isolated individuals. With good or bad arts, some campaigns were more effective than others. In addition, it is false that the problem was the absence of technical knowledge. The transparency with which the Convention worked saw a multiplicity of people invited to provide information and arguments about electoral systems, descentralisation, and mechanisms of direct democracy, among many others. The Chilean academy was involved, as were many scholars from abroad. It is absurd to claim now that there was no technical knowledge. Last, to think that “the experts” have the truth and have no ideology is simply nonsense or manipulation.

Una versión en castellano de este texto se publicó en La Tercera el 28/09 https://www.latercera.com/opinion/noticia/de-la-utopia-a-la-distopia-el-regreso-de-los-expertos/AXJ3OA5Z25C3PPAGVJGB7YCVF4/

Democratic challenges: The participatory myth

Unfounded expectations are damaging the processes of democratic renewal around the world. Three fallacies illustrate it: attributing a moral and/or epistemic superiority to “the people”; assuming that citizen participation is superior to and therefore operates as a desired replacement for representation; and assuming that the legitimacy deficit is resolved almost automatically with more participation. These fallacies have been fed both by a philosophical tradition that has its roots in Rousseau (the assembly of free and equal as the ideal democratic model) and reaches Hanna Pitkin (representation as the available option of putting democracy into action because of the impossibility of implementing direct participation; in other words, representation as “the second best”).

In recent times, the so-called crisis of democracy has given space to new voices that identified the origin of all problems in representative institutions. The leit motive lies in rejecting political parties, perceived as machines that in the search to achieve and keep power prioritize their electoral strategies over the search for the common good. In doing so, they can not find the best solutions to the problems arising in their environments. It is clear that parties do have a good responsibility on such perception, however, accepting it does not imply validating the fallacies mentioned above.

First, the fact that the parties are not working well does not lead to identifying a people’s epistemic superiority. Nothing allows us to attribute to non-partisan leaders or those from social movements ‘being the people’, acting as spokespersons of the general will and accordingly transcend pettiness for the benefit of the whole. This is because the people is not an entelechy but a diverse collection of individuals living in a community, grouped according to agendas in dispute; and because those who act as their representatives cannot get rid of their conditioning factors (ethnic, gender, class, etc.). Far from being a problem, this is good given that in greater descriptive representation lays the foundation for greater inclusion.

Second, the mechanisms that put participation and representation into action are diverse and, far from opposed, feed off each other. Participation refers to a multiplicity of formats that in no case eliminate mediations. Electoral rules with their validation thresholds and requirements for decision-making, the features of leaderships and even the order of speaking, to mention a few aspects, have an influence on a deliberation process and its results.

Third and last, the legitimacy deficit is not resolved by injecting participation, because participation and representation go hand in hand. If one is absent or very deficient, the final result will be bad. Remember that in contemporary democracies the most widespread method of participation is the electoral one. Strengthening democracy requires a good design of institutional channels so that citizens can make their voices heard –for example, with popular initiatives that can be activated by collecting signatures– and a good quality of representation –parties and social leaderships that have support. Legitimacy is baked at low heat.

These reflections are inspired by the recent defeat of the proposed chilean constitution but are not intended to point out that the overwhelming rejection on September 4 (61.9% against and 38.1% in favour, with a participation of 85% in a first mandatory vote) can be explained by an abstract and unequivocal reason such as “the crisis of representation.” However, it does seek to draw attention to some fallacies that lead to underestimating the weight and complexity of the construction of legitimacy in contemporary democratic systems.

Versión en español: https://www.clarin.com/opinion/chile-mito-participativo_0_sydDFAwI7v.html

No habrá estallido en Argentina 2022

La afirmación es cuanto menos arriesgada en el país de la movilización permanente. Más aún si se consideran los datos de pobreza (43% según el Observatorio de la Deuda Social de la UCA) e inflación (64%). Un combo muy propicio para el estallido. “Esto no se aguanta”, es la frase que más se escucha a pie de calle y también en los medios. ¿Por qué, entonces, no sería probable una gran revuelta, como ya pasó en 1989 y en 2001 y como viene ocurriendo en otros países de América Latina? Respuesta corta: porque en Argentina los lazos de la representación siguen funcionando, considerando también las ayudas sociales y los lazos clientelares, que dan cuenta de la presencia del Estado. Por más polémica que la afirmación pueda resultar, funcionan como un mecanismo de contención simbólica y material. Lo dicho no reduce para nada las dimensiones del problema socio-económico que enfrenta el país. Hay más factores que sugieren que no es probable un estallido en el corto plazo, esto es, un movimiento de protesta que desborde a los partidos y las instituciones de forma generalizada como ha ocurrido en Colombia, Ecuador y Chile en 2019. En Argentina, además, las protestas de 1989 y 2001 no siguieron un mismo patrón, pero comparten una variable fundamental: los que ‘controlan la calle’ estaban en la oposición, en 2022 son gobierno.

Las protestas y saqueos ocurridos entre mayo y junio de 1989 se produjeron como con efecto dominó. La situación era insostenible por la hiperinflación (superaba el 700%), la pobreza (más del 40%), y el desempleo (el PIB cayó en casi 15 puntos, peor que durante la pandemia). Y todo esto con el país en default, sin acceso a crédito, con desabastecimiento. El presidente Raúl Alfonsín (Unión Cívica Radical) había decidido anticipar las elecciones a mayo (debían ser en octubre). Ganó Carlos Saúl Menem (Partido Justicialista), pero no asumiría hasta el 10 de diciembre, una verdadera eternidad. Aquella revuelta fue un movimiento de desborde con el saqueo y el vandalismo como formas de canalización de necesidades insatisfechas, pero tuvo también algo de orquestado, con algunos intendentes del conurbano bonaerense como artífices.

Con todo, los saqueos del 89 fueron impulsados por los sectores populares de las periferias urbanas afines ideológicamente con el peronismo. En cambio, las protestas de 2001 fueron iniciadas por las mismas bases sociales del gobierno de Fernando de la Rúa (también de la Unión Cívica Radical), las clases medias de los centros urbanos que se vieron afectadas por el corralito y el fin de la convertibilidad (retención de ahorros y fuerte devaluación del peso; la pobreza alcanzó al 46% dos meses antes de la crisis). A las clases medias se sumaron los sectores populares con el slogan “piquete y cacerola, la lucha es una sola”; una alianza de la que no queda nada. Fue masivo y disruptivo, pero lo que produjo el desborde fue la incapacidad para contenerlo, los déficits políticos y comunicacionales del gobierno y su estrategia represiva activada como respuesta inmediata. La imagen de De la Rúa huyendo en helicóptero de la Casa Rosada, rodeada de manifestantes pacíficos, es un símbolo de incompetencia política. Lo que vuelve tan particulares aquellos eventos es una tensión entre la aparente ausencia de la política partidaria el 19 y 20 de diciembre y su fuerte presencia en los días de enero en que el Congreso tomó protagonismo para reconstruir la institucionalidad. Es más, a una crisis de enormes dimensiones se respondió con organización, en todos los niveles: fábricas tomadas, bancos de tiempo, sistemas de trueque, reactivación del congreso, acuerdos entre partidos. Organización en todas sus formas. Y todo esto sin que se haya producido una renovación en las caras de la política argentina, al menos no (ni por asomo) como ocurrió en Chile en tiempos recientes. A fines de diciembre de 2001 ‘se fueron todos’ (los políticos) pero no pasó mucho tiempo hasta que volvieran.

En 2022 hay pobreza y alta inflación, el gobierno peronista es el que controla las calles (mayoría de sindicatos y movimientos sociales), pero está dividido y hay disputa por ese control. Ese control, todo sea dicho, no está garantizado porque tanto los movimientos sociales como los sindicatos no son títeres sino actores que exigen respuestas materiales (ayudas, mejoras salariales y de su calidad de vida). Las movilizaciones son constantes, pero no son masivas, aunque muchos medios que se autodenominan nacionales comuniquen como si Argentina se redujera a un par de calles de la CABA, y a veces sugieran que el país es un caos. No hay indicadores que inviten a pensar que las protestas puedan desbordar. No por abajo, porque los planes sociales cumplen una función fuerte sosteniendo redes de articulación. Por cierto, esos planes sociales (unos 140 de distinto tipo, según Forbes Argentina, a los que se destinarían unos 300 millones de pesos y beneficiarían a más de la mitad de la población en distintas formas) dan cuenta de un clivaje en la sociedad. Algunas encuestas registran el profundo rechazo a los mismos de una mayoría de la población (según Zubán & Cordóba, un 63% cree que hay que recortarlos). Tampoco cabe esperar una revuelta de las clases medias. Si las elecciones fueran hoy, el Partido Justicialista perdería con amplia diferencia y ganaría la oposición (el libertario Javier Milei es una estrella fugaz en pleno declive, y aunque las ideas de la derecha radical ampliaron su espacio, este es tanto menor como fragmentado). Más todavía: el 75% de la ciudadanía argentina piensa que la situación institucional del país es frágil y que se va en la dirección incorrecta, pero a la vez el 70% sostiene que Alberto Fernández debe terminar su mandato, y una mayoría se expresa en desacuerdo frente a la idea de incrementar la intervención de las Fuerzas Armadas (Datos de Zubán & Cordóba, encuesta de julio). La democracia sigue sin estar en peligro en Argentina. ¿Y la gobernabilidad? Faltan 14 meses para las elecciones. Ahora toda la atención está una vez más en las caras del Presidente, la Vicepresidenta y, novedad, del Superministro de Economía, Sergio Massa. Massa es una figura incómoda para el Kirchnerismo. Fue Jefe de Gabinete de Cristina Fernández de Kirchner (CFK) y no terminaron nada bien. Llega, paradójico, avalado por el Kirchnerismo (las negociaciones fueron impulsadas por Máximo, el hijo de Cristina y Néstor, con un aval errático de su madre). CFK se descubre así como la líder de una fuerza de oposición a su propio gobierno –fue ella quien eligió a este presidente que lleva meses atacando sin piedad ni discreción– que, y esto es lo más grave, no es capaz de generar alternativas programáticas. En términos económicos, de lo que se le criticaba al ex ministro de Economía Martín Guzmán, Massa traería mucho más (reorganización de las cuentas del estado, ajuste, acuerdos con los organismos de crédito). Se sobredimensiona la figura del ‘superministro’, pero la estructura institucional y las dinámicas políticas e incluso el contexto internacional hace que sus poderes estén limitados por todos lados: su cargo depende del nombramiento y sostén del gobierno (Alberto Fernández sigue teniendo ‘la lapicera’), sus bases de apoyo propio son reducidas y la coyuntura económica global no le facilitará nada. No habrá estallidos, tampoco grandes cambios.

Publicado en El País, 5 de agoto de 2022 https://elpais.com/opinion/2022-08-04/no-habra-estallido-en-argentina-en-2022.html

Bolivia, sin dudas en las trincheras

Dudar es de cobardes o de flojos. Ese sentimiento bárbaro corre como la pólvora en todas partes y se acelera en las redes sociales. El mundo se divide en buenos y malos. No hay más: dime donde te ubicas y te diré quién eres. Ninguna falta hacen los argumentos, los datos o la interpretación de leyes si se trata de “los otros”. Cuando son “los nuestros” y emerge el mínimo asomo de duda se puede apelar a un giro normalizado y aceptar que, por ejemplo, “sí, robó ‘un poco’, pero hizo una beneficiosa reforma del sistema de pensiones” (el famoso “roba pero hace”) o se puede negarlo todo, puro lawfare, ese nuevo mantra – en psicología, repetición neurótica del sujeto a fin de fijar y reforzar un pensamiento circular– que empieza a globalizarse. Pasa en Argentina y en España, y lo ha ilustrado la crisis boliviana como si fuera un ejemplo de manual. Asumo que mantener un vocabulario neutral – ni golpe ni restauración, “crisis”– no me evitará las piedras de algunos convencidos de que en de 2019 hubo golpe ni las de otros que, con un esforzado ejercicio de malabarismo, encuentran una justificable continuidad institucional entre los sucesos de octubre, que culminaron con la renuncia de Evo Morales, y la toma de posesión de Jeanine Añez.

El MAS ha vuelto legítimamente al gobierno tras las elecciones de 2020. En días pasados, el proceso judicial contra la ex presidenta interina apelando a la figura de ‘terrorismo’ y sin seguir los procedimientos establecidos ha sido condenado por organizaciones de derechos humanos, como Human Rights Watch. ¿También es lawfare? Definitivamente no, es un ejemplo más de que el lawfare no existe. El lawfare como maquinaria al servicio del régimen (¿cuál?) no existe pero sí hay en muchas partes de la región un serio problema de cooptación del Poder Judicial y un uso faccioso del derecho. Existe una manipulación interesada, pero dinámica, de las instituciones judiciales. Insisto, dinámica. Es buena noticia, porque salvo por Cuba y Venezuela, América del Sur no se parece a Rusia. Pluralismo por defecto, una pobrísima virtud (pero virtud al fin) que permite el cambio, aunque tenga patas de barro, porque la misma figura que se activó contra Añez se había activado un año antes contra Evo Morales. (Human Rights Watch también lo condenó entonces, por estar políticamente motivada y no respetar el debido proceso). Por si hiciera falta: no, no quiero decir que Añez no debería ser investigada y condenada en caso de que – y veo probable que en un jucio justo ocurra– se encuentren pruebas de accionar ilícito, causas de corrupción y/o violaciones a los derechos humanos.

Dudar no es de flojos ni de cobardes. Escuchar argumentos, informarse y debatir son actos de resistencia democrática en la actualidad. Los procesos electorales latinoamericanos se viven como una verdadera revolución o como una tragedia, según sean sus resultados. Los cambios políticos no son irrelevantes, pero las trincheras ideológicas, a diferencia de las reales, no sirven para la defensa. Solo tiran más leña al fuego, una leña en la que se consumen energías necesarias para fortalecer el estado de derecho y concentrar recursos económicos y humanos en una gestión pública muy urgente.

Publicado en Clarin el 25 de marzo de 2021 https://www.clarin.com/opinion/bolivia-dudas-trincheras_0_SOvxsGKiZ.html

El trigo, la paja y la pandemia

Yanina Welp

Albert Hirschman Centre on Democracy

Como anillo al dedo. Así le calza la pandemia a la permanente e insomne carrera de titulares alimentados por likes y retuits. La covid-19 genera miedo a la enfermedad y preocupa y ocupa porque las medidas tomadas para suprimir el virus afectan la economía, la educación y el trabajo, también la democracia, la política, la convivencia y la salud mental. Desde marzo hasta hoy unos números no exentos de controversias (¿cómo y quién cuenta qué y para qué?) avalan la identificación de casos de éxito y fracaso. Por pereza intelectual o porque vende mejor, predomina la explicación por una causa única: sea lo buena que es Jacinda Arden, la primera ministra de Nueva Zelanda, o lo malo que es Donald Trump; el papel otorgado a los expertos (esa entelequia) o a la “unidad nacional” (otra entelequia). El análisis comparado permite extraer lecciones de corto y medio plazo.

Primera, el liderazgo es clave, pero no alcanza. Dramática lección que deja Perú. El presidente Martín Vizcarra se rodeó de expertos, se ocupó de comunicar con claridad y empatía, destinó fondos a ayudas sociales para la población desfavorecida, se compraron tests, se invirtió en salud. Pero los contagios y muertes están disparados. Perú registra más muertos por cien mil habitantes que Brasil. Segunda: sin capacidades estatales poco se puede hacer. Un sistema de salud y un aparato burocrático con despliegue en el territorio no se crean de un día para el otro y sin ellos no se puede atender a la población. Tercera, una comunicación clara y coordinada es clave. Bolsonaro y Trump lo ejemplifican en negativo: donde hay líderes negacionistas el cumplimiento de las recomendaciones es menor. Peor, cuando usar o no tapabocas se vuelve una cuestión de ser de derechas o de izquierdas estamos perdidos. La confusión es mayúscula si el ministro de salud dice una cosa y el presidente la contraria. Cuarta, no era la salud vs la economía. El distanciamiento social previene el contagio pero tiene grados (en un extremo cerrarlo todo, en el otro sólo prohibir eventos públicos masivos, como ocurre en este momento en Uruguay). En el medio plazo sólo puede funcionar asociado a otras políticas: preparar el sistema de salud y generar un sistema de testeo y rastreo de contagios. La economía se ha visto afectada en todas partes y lo que al final del día ha diferenciado entre casos como Reino Unido, Suecia o Brasil, que originalmente se negaron al lockdown ha sido la comunicación: si en lugar de mirar la fecha en que se toman decisiones se la confronta con el número de contagios y muertes que había al momento de establecer el confinamiento, Reino Unido no se diferencia mucho de España. Por eso, quinta lección, cuidado con los datos. Ya es parte del refranero de las ciencias sociales esto de que si torturas a los datos suficientemente al final confiesan… Nadie quiere salir mal parado, ni los gobiernos ni las oposiciones ni mucho menos la ciudadania. Pero qué significa salir bien parado varía para unos y otros. Menos en Nueva Zelanda y algunos países asiáticos, esto va de mal a peor en todas partes. Y el bombardeo de datos se tira desde las trincheras de la polarización. Las estadísticas deben alimentar las políticas públicas, no el odio, para eso conviene separar la paja del trigo. Última, la vacuna no acaba con el problema, sólo lo cambia de nivel, y hay elementos para pensar que dará otra estocada al multilateralismo y tendrá consecuencias geopolíticas de calado.

Publicado en Clarin 28 de agosto de 2020 https://www.clarin.com/opinion/trigo-paja-pandemia_0_8gwhvQwI6.html