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El populismo en América Central. María Esperanza Casullo y Harry Brown Araúz (eds), Siglo XXI, 2023.

¿Por qué se ha estudiado tan poco el populismo en América Central? Si se entiende a esta forma política como aquella en la que se expresan las masas trabajadoras urbanas en sociedades que se han industrializado demasiado rápido, dejándolas disponibles “para que un líder inescrupuloso abuse de ellas ofreciéndoles beneficios insustentables a cambio de lealtad política, entonces, la razón por la que no hay populismo en América Central es porque esa modernización nunca se produjo”. Lo dice con intención provocadora Pablo Semán en su prólogo a El populismo en América Central. La pieza que falta para comprender un fenómeno global, editado por María Esperanza Casullo y Harry Brown-Araúz (Siglo XXI, 2023). Semán se hace eco de uno de los principales méritos del libro: la investigación sobre el tema se ha perdido mucho por no prestar atención a lo que ocurría en esta zona del mundo que demuestra que la teoría de la modernización no aporta un universal, no explica la emergencia del populismo en cualquier parte ni tampoco las causas exógenas y domésticas de su éxito o fracaso. Es evidente en la actualidad, porque son cada vez más los casos que la desbordan, pero de haber mirado hacia América Central lo habríamos descubierto antes. En cualquier caso, la obra llega en el mejor momento para ampliar el debate.

Casullo y Brown-Araúz elaboran sobre los límites de la teoría de la modernización y señalan que “la historia del populismo latinoamericano no puede comprenderse sin reconocer el impacto que tuvieron en él hechos como la destitución de Jacobo Arbénz Guzmán en Guatemala, el discurso católico y antiliberal de Rafael Calderón en Costa Rica o el antiimperialismo de Omar Torrijos en Panamá”. Nótese que Arbénz fue derrocado por un golpe militar en 1952, tres años antes que Perón y ese hecho inició una época de legitimación del uso de la violencia política para eliminar a los líderes populistas, mostrando esa tensión compleja y multifacética entre populismo, democracia y autoritarismo y también sus efectos sistémicos (regionales, globales).

Dos claves que guían el trabajo son el análisis de los mitos populistas y el rechazo al binarismo democracia – autoritarismo para mirar “la zona gris” en la que se ubican la mayor parte de los países analizados. Una introducción, ocho estudios de caso, un capítulo comparado y una conclusión componen la obra. Aquí unas pinceladas sobre algunos hallazgos que no agotan la riqueza de las contribuciones. En “Durmiendo con el enemigo: la larga impronta del populismo en Panamá”, Harry Brown Araúz y Claire Nevache hacen un repaso completo y detallado por los liderazgos populistas que ha tenido el país. Panamá vivió prácticamente desde su independencia el reto de la presencia de otro estado, Estados Unidos, en su territorio. No es casual que el mito más potente en la construcción del discurso populista a mediados del siglo XX haya sido la presencia de ese enemigo externo mientras, señalan los autores, lo inédito fue su agotamiento en el uso por parte del mismo líder que lo promovió, Omar Torrijos, una vez conseguida la reversión de la zona en manos de Estados Unidos. Queda abierta la pregunta sobre el desborde que implica en la noción del mito (su dimensión simbólico) el hecho (su dimensión material: la ocupación norteamericana). ¿Es el populismo el mejor marco para comprender esa experiencia? Habrá que continuar debatiendo.

“Costa Rica: el multipartidismo y su efecto en el crecimiento de discursos populistas”, presentado por María José Cascante Matamoros y Juan Manuel Muñoz Portillo, se ocupa de un país especial en centroamerica porque es el único en que se puede apelar (como luego mostrarán los datos en el estudio comparado) a un momento pasado que se percibe como mejor. La hasta hace poco modélica democracia costarricense ha visto crecer a la vez las desigualdades, el abstencionismo, la antipolítica y la emergencia de un ideario conservador impulsado por las iglesias evangélicas que catapultó a Rodrigo Cháves a la presidencia en un patrón que presenta paralelismos con algunas democracias europeas.

En “¿Populismo en Nicaragua?” Radek Buben y Karel Kouba analizan al presidente Daniel Ortega para mostrar que se lo mire por donde se lo mire calificar a Ortega de populista no es más que un ejercicio de “estiramiento conceptual” y si califica bien como autoritario. En este y otros casos abordadosa revisión de estos procesos históricos y el rol de EEUU hecha luz sobre tensiones actuales como una contribución adicional a la de la comprensión del fenómeno populista.

En “Pensar el populismo en Honduras”, Daniel Vásquez y Andrèanne Brunet-Belanguer analizan el surgimiento del partido que llevó a Xiomara Castro a la presidencia (LIBRE), su discurso y sus estrategias de gobierno. Destacan elementos comunes a muchos populismos contemporáneos como el de ofrecer una visión muy simplificada de la historia en la que la lidereza se ubica ofreciendo una fórmula de transformación radical mientras entra en contradicciones y conflictos con sus bases y organizaciones afines y se cuestiona su estrategia de cooptación institucional.

“De la partidocracia al populismo en El Salvador”, de Luis Eduardo Aguilar, Luis Mario Rodríguez y Gabriela Santos, señala que no se puede entender el presente del país – el liderazgo de Nayib Bukele – sin considerar el legado del autoritarismo militar (1931-1979), el conflicto armado (1980-1992), la firma de los Acuerdos de Paz (1992), los intentos de una transición democrática y la crisis de representación (1992-2019) y la situación de violencia. En este tablado, un liderazgo novedoso en sus formas y clásico en sus estrategias ha instalado con éxito momentáneo un populismo liberal antidemocrático.

En “Guatemala: los sesgos populistas permanentes en la franquicia democrática”, Jeraldine del Cid y Luis Padilla Vassaux atribuyen al populismo un potencial de construir un estado democrático que no habría tenido éxito en el país por “la inexistencia de proyectos populistas exitosos capaces de construir las bases de un Estado democrático moderno” (p. 195). Para la discusión.

En “República Dominicana ¿neopatrimonialismo o populismo?” Leiv Marsteinredet explora definiciones conceptuales y repasa la historia reciente dominicana para concluir que no es el populismo sino el neopatrimonialismo lo que explica la configuración política del país. El autor asume la teoría de la modernización para explicar esta ausencia y su combinación con el férreo control neopatrimonial del Estado.

Quizás el capítulo más controvertido sea “Populismo en Cuba ¿entre la democratización y el autoritarismo?”, en el que Rodolfo Calalongo hace un repaso histórico del liderazgo de Fidel Castro para afirmar que no es un líder autoritario porque convocaba a las organizaciones a la toma de decisiones. A mi entender el argumento no se sostiene, en lo conceptual, porque muchos totalitarismos se caracterizaron por movilizar a sus bases (no es una originalidad de Castro) y en lo empírico porque el poder político ha estado muy concentrado en Cuba, en particular durante la gestión de Fidel. También para el debate.

En el análisis comparado de América Central se plantea un novedoso estudio de opinión sobre los imaginarios populistas en varios de los países analizados, realizado por los editores y Joan Subinas. Tres elementos destacan en las conclusiones: 1) la ausencia de un proyecto modernizador en la región, 2) el recurrente y exitoso uso antipopulista de la violencia y 3) la debilidad del antagonismo con un adversario externo. En mi lectura un mérito destacado de la obra es volver a situar el debate sobre el populismo en sus condiciones de producción. No se puede – o de poco sirve – entender el populismo sin una revisión profundas de las características del Estado y los actores que intervienen en la disputa político-económica y no sólo en el orden doméstico sino también en el regional y global. Una lectura indispensable para comprender el presente.

Este reseña fue publicada en la revista Postdata (mayo 2024)

La moderación y ‘el renegado Kautsky’

Para Karl Marx no había nada intermedio entre el control estatal y el libre mercado; tampoco para Vladímir Lenin, que calificó cualquier cosa semejante de puro “reformismo burgués”. Lo explica con virulencia en su respuesta al folleto en el que Karl Kautsky –promotor de la socialdemocracia en Alemania y Austria– criticaba la noción marxista de dictadura del proletariado, afirmando que la principal división entre las corrientes menchevique y bolchevique era de método: el democrático y el dictatorial. El mote de renegado le viene a Kautsky de aquella acusación de Lenin. No sin muchas idas y vueltas (y guerras y huelgas), durante el siglo XX los partidos de izquierda de la Europa occidental se inclinaron por los valores y programas de la socialdemocracia. El derrotero latinoamericano fue otro. En la región, el Estado fue visto mucho menos como un árbitro que como un instrumento de las élites económicas y políticas, y en esa clave debe leerse la sucesión de golpes militares y la emergencia de la lucha armada. La restauración de la democracia en los 80 prometía otra cosa. Es evidente que los golpes militares de antaño han desaparecido de escena.

Mucha agua ha corrido bajo el puente, pero algunos aspectos del debate siguen anclados en unas claves limitadas. La mirada sobre la Venezuela de finales del siglo XX lo ejemplifica: acceso al poder por la vía electoral e inmediata puesta en marcha de una agenda de reformas de calado. El mismo día que Hugo Chávez asumió firmó el decreto de convocatoria de la Asamblea Constituyente. Era inconstitucional, no lo negoció con nadie pero, sí, cumplió su promesa electoral (con una participación del 63%, obtuvo el 56% de los votos, casi como Javier Milei en Argentina en 2023). En tres grandes líneas: redefinición del rol del pueblo, puesta en marcha de un ambicioso programa de gasto social y reforma institucional para redefinir la relación entre poderes. Hubo trampa, aquélla a la que ya aludía Kautsky.

La Constitución de 1999 introdujo una serie de mecanismos que aspiraban a complementar la democracia representativa, no a reemplazarla. Es a partir de la radicalización del proyecto en 2006, con su giro hacia el Socialismo del siglo XXI, cuando se pasó a desconcentrar poder en el territorio (reducir las capacidades de los municipios y gobernaciones, apostando por el Poder Comunal) mientras el verdadero poder se fue concentrando cada vez más en la Presidencia. Abundan los ejemplos del poco apego a las decisiones electorales (como el rechazo al referéndum de 2007 y los bloqueos al revocatorio en 2016 y 2022). Pasa que la dirigencia cree ostentar la potestad de definir quién es pueblo y éste se corresponde apenas con aquellos dispuestos a seguir apoyándolos. Claro está que la crisis económica y el deterioro de la institucionalidad hicieron su parte (lo comentamos en un episodio del Podcast de Agenda Pública); pero hay de fondo un problema político, de déficit democrático.

Chile transitó un camino alternativo al observado en Venezuela. Si se toma como disparador del cambio de ciclo las movilizaciones populares en ambos casos (el caracazo en 1989 y el estallido de 2019 en Santiago), se observa una violencia comparable y, en el punto de partida, distancia semejante entre las demandas ciudadanas y las élites políticas. Sin embargo, mientras las élites chilenas (hoy desplazadas del gobierno y con poder mermado en el Congreso) supieron –con todos los peros– leer el contexto y llegar a un acuerdo para la reforma constitucional y, también, quienes protestaban supieron organizarse y lanzar un proyecto político, en Venezuela unos no estuvieron a la altura y los otros quedaron subsumidos o anulados por la emergencia del líder carismático unos años más tarde.

De todos modos, los ciclos económicos parecen tener más explicación sobre las chances de sostenerse en el poder de un Gobierno que variables endógenas al proyecto político (Daniella Campello lo definió como la maldición de la volatilidad). Y encima, el crecimiento económico de un año para otro en América Latina tiene, en general, más que ver con las condiciones externas que con las medidas cortoplacistas del Gobierno de turno (por aquí lo señaló Diego Sánchez-Ancochea). Esto no significa para nada que los cambios políticos sean irrelevantes (no lo son). La concentración de renta y poder contribuye a entender en parte las crisis actuales y derivan, entre otros, del bajo peso de los impuestos directos en la región. El reto es inmenso. ¿Cómo fortalecer la democracia ampliando derechos políticos (para salir de la dinámica clientelar) y mejorando la calidad institucional y las capacidades estatales mientras también se mejora la calidad de vida de las personas? Ni la Venezuela de Chávez ni el Ecuador de Rafael Correa supieron hacerlo. Funcionaron cuando hubo caja, no permitieron la voz autónoma de la ciudadanía (recuérdese el bloqueo al referéndum sobre el Yasuní, a modo de ejemplo) y erosionaron las instituciones de control.

Después de la sucesión de estallidos de 2019, la nueva tendencia la inició Nayib Bukele en El Salvador, al que sigue Javier Milei en Argentina. Si el Estado era visto como un instrumento al servicio de un pequeño grupo de poderosos, la apuesta es por quitarlos de en medio. Cualesquiera sean los objetivos, la tensión más profunda vuelve a ser la que Kautsky les planteaba a los revolucionarios marxistas. El problema sigue siendo la tensión por el método. Lo paradójico es que si la desigualdad política está en la base del actual pobrísimo desempeño de las democracias latinoamericanas, lo que se percibe como solución no hará más que agravar el problema.

Revisado y actualizado de un artículo publicado en Agenda Pública en marzo de 2022. https://agendapublica.es/noticia/17847/moderacion-renegado-kautsky